Hoy amanece como cualquier otro día de invierno, asomando aquel sol de estación
que surge como luz de neón: blanco, frio, desalmado; para luego convertirse en
el halógeno enceguecedor del mediodía, candente, quemante como una estufa que
pierde esencia en cuanto se adolece aquella luz que irradia. Poco a poco las
cosas van tomando brillo y color, resaltando el fresco verde que aún queda en
algunas laderas amarillentadas en su mayoría, mientras la efervescencia de la
ciudad toma cuerpo en ebullición, agudizándose los decibeles de un caos social
casi programático. Escenas que no reflejan propiamente nada más trascendental
que la alucinación cósmica. Placeres de la vida que nos han sido dotados junto
a nuestra naturaleza racionalista y de evolución continua.
Sin embargo a la par, todas las naciones del mundo giran con brutal
expectativa ante el placebo más mediatizado de nuestros tiempos, dando qué
hacer a más de once cabezas de Estado, los cuales, junto a 160 mil efectivos
represores condecorados como defensores del orden y 60 mil individuos apiñados
en una gradería, perdiendo cada uno su individualidad mientras se funden
mohosamente como larvas en el panal, esperando sádicamente el derramamiento de
sangre con que el circo pueda doparlos, para que los delirios se les aferren
hasta fuera de la arena, donde la miseria se hace tan lastimera que sus
cobardías prefieren negar y ahogar: servicios públicos caros e ineficientes,
corrupción política, marginalidad y amplia brecha social; más de 10 homicidios
por cada 100 mil habitantes; casi 4 millones de niños brasileros que adolecen
de educación formal; más de 240 mil familias sin acceso a servicio de
electricidad; en un país donde el 50% de su PIB debe ser destinado al pago de
deuda pública, un país donde se pretende esconder la pobreza bajo el tapete de
césped sintético (gentifricación).
Mientras tanto, el derroche muestra inversiones de más de 11 mil millones
de dólares; hay estadios en los que se ha invertido más de 500 millones de
dólares, lo que equivaldría a la construcción y equipamiento de más de 20
hospitales, 100 escuelas públicas, 2 aeropuertos o un sistema de transporte
mejor integrado y más inclusivo. Dirán que es inyección a la economía, pero no
se está cubriendo directamente con las necesidades de la gente y los únicos
reales beneficiados son los grandes empresarios que lucran con la miseria
humana. Acá vemos (o se puede ver aunque quieran cegarlo) un evento en el que
algunos de sus participantes perciben salarios incluso 100 veces mayores al
sueldo mínimo establecido en el país al que representan. Quien creen que se
beneficia, ¿el pueblo marginado o el goleador de temporada? En tiempos de
apropiada punición a la trata de blancas, encontramos tráfico de pases por las
prostituidas rodillas más caras del planeta, que con 90 minutos de juego pueden
costearle vacaciones a sus próximas generaciones, viendo como turistas la
miseria de sus propios orígenes.
Es difícil entender cómo vamos perdiendo aquella capacidad de
contemplación, cómo relegamos el espíritu humano de admirar la perfección del
cosmos, mientras el verde de la naturaleza se torna en pasto plástico y el
rítmico correr de los animales de sabana se corroe usurpado por once bípedos de
un color, lidiando contra otros once de distinta gama artificial, persiguiendo
oligofrénicamente una pelota cual presa nutritiva, que rinden espectáculo a
través de un cristal luminoso idiotizador e hipnótico, conglomerando a cientos
(miles, millares) de papamoscas que dejan el cerebro en un congelador por la
próxima etapa de invernación. Así de difícil, o incluso mucho más, es entender
como propugnamos, cual magnanimidad plausible, al derroche que sustenta un
placebo, cuyo mérito radica en cercenarnos la conciencia de una libertad
enajenada.
(SAMU 12 de junio
de 2014)
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